viernes, 13 de agosto de 2010

Matadero de cloacas

Tenía 18 años, había venido a la capital buscando una mejor vida. Gracias a dios había entrado en la universidad pública más deseada en todo el territorio nacional. Hizo todos los preparativos: buscó una residencia cercana al alma mater, dejó sus recuerdos de pueblo atrás y salió con sus valijas llenas de esperanza hacia esta hediondez de cemento que la haría crecer más de lo que se imaginaba. Estudiaba matemáticas en la facultad de ciencias, era una de esas atípicas mujeres emprendedoras que trabajaba por sí misma pensando en un bebé que algún día llegaría. Por fin, pudo hacer vida social en el campus y contaba sus anécdotas llenas de abono, himen y colonia menen a los metaleros que jugaban truco en las mesitas del cafetín. Un día caminaba distraída hacia su casa y de pronto alguien la abraza por la cintura. Sintió esa fuerte mano que la sujetaba y una voz de hombre que le decía –camina como si estuvieras conmigo o si no te la clavo-. Se dio cuenta de que aquel frío filo podía penetrar su carne. Ella le dijo que no tenía dinero encima y él le preguntó si tenía tarjeta de débito. Allí tenía la plata que la madre le mandaba todos los meses sacrificadamente. Ese era el precio que tenía su vida ese día y la sacó. Ella preguntó ¿ya me puedo ir?, la respuesta fue una negativa y siguieron caminando juntos. Marchaba petrificada cual pueblerina distraída entre los cirios de una procesión. Bajaron por el Guaire, cerca de “El Hueco” donde estaban los tendederos de los huelepegas y la mugre de  toda la capital. Él la obligó a que se fumara algo y empezó a llamar a los pierdreros que estaban a allí para que gozaran de un strip virginal. Ya ella estaba fuera de sus cabales y sólo podía pedir que le hiciera lo que quisiera pero que por favor no la matara. Su boca probó el sabor de un pene agrio y luego su primera vez tuvo olor a cloaca en colchón de pantano. Después del polvo se le perdonó la vida, aunque ya no sabía qué tanto sentido tenía todo por lo que había venido a luchar. Su rostro aún está en duelo y escondido en su pueblo para nunca volver a caminar sobre las calles de una fiera de concreto que nunca tiene piedad contigo, ni conmigo, ni con ella. 

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