viernes, 13 de agosto de 2010

Ventura



Los domingos eran mis días preferidos, porque iba a verte. Siempre esperaba ansiosa una nueva aventura contigo, pasaba horas frente a la ventana esperando ver tu carro y muchas veces nunca llegaste. Amaba tus comidas y tu apartamento de soltero. Esa puerta roja con ese 73 blanco en grande, tus serigrafías de Toulouse-Lautrec, la colección de pipas y relojes y el montón de viniles que me influencian hasta el sol de hoy. Recuerdos que vuelan ahora como los avioncitos que mi hermano y yo lanzábamos desde tu ventana. Siempre quise vivir contigo, no recuerdo cuántas veces te lo dije y siempre decías “si pudiera los tuviera conmigo”. Te mudaste a una casa más grande y pensé que podía haber espacio para una niña de 25 kg que llevaba tu sangre, pero sólo hubo espacio para tu nueva familia. Te casaste y tuve un hermanito, pero la herencia de un problemático divorcio no te dejó decirnos nada. Mientras mi mamá y tú tenían sus rencillas monetarias, te pedía a gritos que me descubrieras, que disfrutaras una parte de ti que tiene otro nombre, pero nunca los oíste. Mi hermano simplemente no hablaba. Egoísmo o que aún no existe la guía de crianza para dummies, son ahora mis respuestas. Mis pechos crecieron, se ensancharon mis caderas y mi rostro se endureció un poco. Sin embargo, aún me esmeraba por hacerte feliz en tus cumpleaños, pero mis regalos no te dijeron nada. Papá real, me dijiste un día, y fue la frase más chocante y cínica de esta historia, cuando lo único que quería era a ti. El sabor salado de lágrimas sin lugar, se convirtió en cal para tapar el olor de aquello. La distancia entre tú y yo es un abismo. Te convertiste en un anhelo, en un trato pragmático condicionado a tus nuevas costumbres. En tu casa no hay ni una sola foto de nosotros. Porque consumimos nuestros pocos cupones contigo y se nos acabó el tiempo y el espacio en tu mundo. Ahora sólo hay una mujercita y un hombrecito que deambulan por allí usando sólo tu apellido.

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