sábado, 14 de agosto de 2010

Olor a picadura de los domingos



Cada domingo llegaba y tocaba el intercomunicador. Oía su voz y mi corazón empezaba a galopar mientras bajaba el ascensor. Su aroma era fuerte, de esas que dejan una estela impregnada en el aire. La picadura de pipa se confundía con su perfume, la crema para la resequedad de las manos y su olor de padre. Lo saludaba con un abrazo fuerte, pero más que cariño era fascinación por tan particular olor, en un intento de quedar perfumada a la mezcla de tabaco que extasiaba mis fosas nasales. Madera dulce olor a manzana, chocolate, cerezas, que delataban más la soltería que la paternidad. Muchos domingos él no llegaba y el aroma de picadura me engañaba en un arrebato de nostalgia y desesperación de Electra enamorada. Muchas otras veces he sentido aquel olor en algún lugar, como una ráfaga que arrastra y agita los recuerdos de la infancia. Los pedazos de picadura regados en el carro de mi padre son como los domingos de mi niñez desordenados por el tiempo. Tanto disfrutaba ese olor que opté por regalarle a mi padre en cualquier ocasión festiva –desde cumpleaños, día del padre o cualquier circunstancia que se le pareciera- sobres de tabaco de distintos sabores. Iba a “La casa del fumador” cual alquimista, buscando el elíxir de ese olor. Trataba de arrebatar el néctar a una flor que no era mía. Nunca pude, sólo me conformo con recordar que al menos intenté acercarme al perfume inalcanzable de una paternidad frustrada. Hoy ya dejé partir a mi padre, lo dejé libre como el olor de pipa de los domingos que cada lunes se acababa. El pecho se me estremece, ya no es cuestión de empatía olfativa, ni de complejo de Electra intensificado. Es la viva imagen de mi padre merodeando mis recuerdos, arrancando una sonrisa que perdona un abandono. Como el tabaco consumido en la cánula, como el humo que se va después de una dulce bocanada.

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