viernes, 13 de agosto de 2010

Perfección Perversa



La soledad atormenta no por el silencio enclaustrante sino por el ruido con el que la negamos. La vestimos de satén y en un santiamén le buscamos un compañero. La opacamos, cuando le damos matices para hacerla más interesante, hasta que trituramos y lanzamos sus partículas en lugares distintos que la memoria no es capaz de recordar. Es un gran truco, un escape houdinesco del ello para que el yo brille cuando suba el telón. Yo tampoco me doy cuenta, me lleno de ruido, de actores pintorescos y de escenarios móviles para evitar el desgarre. Así soy feliz un rato más, mientras me lo permita la pantomima. Un instante puede llevarme de nuevo al lugar donde el carnaval comenzó su comparsa pero lo aniquilo con la sonrisa avasallante que mis dientes hipócritas para no dar cabida a un segundo acto. Por eso el luto es una palabra que desconocemos. He escuchado que la pena se lleva por dentro, sólo que jugamos a ser los astros de nuestro universo. Nada nos da el permiso de doblegarnos porque el acelerado ritmo de la vida te obliga a seguir. Las puestas del sol no son eternas y la luna tiene distintas caras cada noche. Nosotros víctimas de la infiel naturaleza imitamos este abominable proceso que no admite lo estático ni demoras para pasar de un nivel a otro. Consumimos nuestros segundos sin haber aprobado del todo la etapa anterior y vamos hipotecándonos de martirios que quedan mal enterrados. Nuestras metas son inhumanas. ¿Acaso no lo revela el peso de la palabra perfección? Perseguimos a esa palabra con la ceguera del que no sabe que también es perseguido y vamos rasgando nuestras vestiduras hasta que nos duelan los huesos. Como fósiles luego creemos en la falsa etiqueta de la experiencia: unas arrugas en el ceño ganadas a veces a punta de sacrificios. De esos sacrificios del alma cada vez que nos mutilan a nosotros mismos.

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